LA TENSIÓN EMOCIONAL.

¿Qué es la tensión emocional? ¿Qué hace que la gente se ponga nerviosa y que convierta a sus familiares y amigos en victimas de sus estallidos emocionales? La tensión emocional es un estado mental que invade el espíritu y se propaga al comportamiento individual, como resultado de la presencia de actores y situaciones que no puede o no quiere controlar dentro o fuera de él. Por ejemplo, una esposa pleiteadora y criticona crea una situación que genera tensión emocional en su marido. Es decir, éste se siente molesto, descontento, desencantado, anda con la cara larga, evita la compañía de su esposa, y cuando se juntan en la mesa o en otro lugar no le habla ni la mira. El comportamiento desagradable y negativo de su compañera altera el estado emocional en su cerebro y su organismo. Se pone nervioso.



El cerebro envía mensajes de alarmas a las glándulas pituitarias y suprarrenales, las que aceleran la producción de hormonas que pasan a la sangre y son llevadas a todo el organismo. Como resultado, sube la presión de la sangre del marido, se le acelera el pulso, se le estrechan los vasos sanguíneos superficiales, y se le hace un nudo en el estómago. El marido se encuentra preparado para pelear y defenderse. ¡Está por estallar la guerra de las emociones! ¡Imagine lo peligroso que es andar por la casa en esa condición! Mucha gente vive con sus emociones perturbadas; por eso hay tantas disputas entre los miembros de una misma familia.




PELIGRO DE LAS EMOCIONES REPRIMIDAS





Hay personas que por no crear un clima de hostilidad, enemistad y contienda en el hogar o en su matrimonio, o porque siguen normas de comportamiento que no les permiten manifestar en público sus estados de ánimo alterados, soportan las agresiones del cónyuge, de los padres o de otros familiares sin manifestar su mortificación. Aunque se sienten frustradas, se abstienen de expresar su ira, descontento o indignación. Es decir “reprimen” sus emociones negativas.

Pero no es posible mantener las emociones “embotelladas” durante mucho tiempo, porque son como el aceite en el agua y tienen que salir a la superficie, lo cual ocurre cuando la presión creada se torna insoportable.




La forma como el marido responde a la actitud descomedida y criticona de su mujer depende de la estructura de su personalidad, es decir de su manera de ser y de reaccionar. Si es paciente, tolerante y comprensivo, pronto recuperará la calma y seguirá tratándola normalmente, con cariño y consideración. En cambio si el marido es impaciente, agresivo e iracundo, sus emociones se subirán como leche hervida, lo que lo inducirá a tratarla con aspereza y violencia.

Puede ocurrir también que el marido se sienta muy molesto pero no quiere decir nada, para evitar una pelea conyugal, y por lo tanto se guarda su molestia y su enojo, sin darles salida. Se traga su fastidio. Pero esa actitud tan sólo posterga el momento de una áspera confrontación, de la que ambos saldrán maltrechos, porque no es posible reprimir las emociones y mantenerlas embotelladas.



Ahora bien, al continuar esa actitud de reserva aumenta la presión emocional en su cerebro y se crea un profundo resentimiento en su ánimo. Empieza a pensar que su mujercita le cae pesada. A medida que transcurre el tiempo su resentimiento se intensifica más aún, hasta que llega a perder la paz del espíritu, y termina por contraer lo que podríamos denominar un “cáncer emocional” que destruirá el respeto de sí mismo y la consideración por su esposa.



El caso que sigue ilustra lo que acabamos de expresar.



Una lección emocionante enseñada por una niña de 6 años.



Carlos trabajaba en un taller mecánico. Su jefe era un hombre áspero y exigente que se interesaba únicamente en obtener de él un rendimiento máximo, a pesar de que le pagaba un salario mezquino. Carlos había solicitado un aumento, pero sin conseguirlo. Eso lo mantenía en un estado de alteración emocional. Se había vuelto intolerante y combativo. Respondía con hostilidad ante la menor provocación.



Cierto día Carlos volvió a su casa de mal talante. A la hora de la comida, su hijita de seis años derramó un vaso de jugo sobre el mantel. Carlos se puso furioso y sin pensarlo dos veces le dio una fuerte palmada. Poco después se sintió mal por haberla castigado injustamente. Esa noche se revolvió en la cama. Durmió mal. Al otro día regresó al taller y sintió odio contra su jefe. Sin embargo, de pronto se puso a pensar, motivado por el recuerdo de la injusticia cometida con su hija:



“ Qué estoy haciendo con mi vida emocional?” Esa tarde sintió vergüenza cuando regresaba al hogar. No quería encontrarse con su hijita. Mientras vacilaba en la puerta de su casa, la niña salió repentinamente y corrió hacia él con los brazos abiertos y una sonrisa en el rostro.



El, conmovido, la levantó del suelo y la abrazó con una ternura acrecentada por su sentimiento de culpa. Cuando consiguió deshacer el nudo que la emoción le había hecho en la garganta, le preguntó a la niña: “Cómo es que me recibes tan contenta, cuando anoche te castigué injustamente?” Ella le contestó mientras le estrechaba el cuello con sus bracitos: “¡Pero, papá, yo ya me había olvidado de eso!”



Este caso nos enseña que si una niña de seis años pudo ganar la guerra contra las emociones negativas de resentimiento, ira y molestia, si pudo olvidar la violencia con que su padre la había tratado, también nosotros, como adultos, podemos olvidar las injusticias, los resquemores, la exasperación, el resentimiento y el deseo de venganza que a veces surgen en nuestro trato con los demás. ¡Desterremos nuestras emociones negativas y destructoras! ¡Ganemos la guerra contra ellas! Ya es tiempo de dejar de auto hipnotizarnos con sentimientos negativos que destruyen la vida familiar y crean antagonismos difíciles de eliminar.



Es indudable que no podemos permanecer con los brazos cruzados, expuestos al martilleo destructivo de los estados emocionales negativos. El apóstol Pablo, inspirado por la sabiduría divina, nos recomienda: “Airaos, pero no pequéis; no se ponga el sol sobre vuestro enojo” (Efesios 4:26). De este pasaje bíblico se desprende la idea de que una persona puede sentir desagrado o molestia a causa de una circunstancia hiriente, humillante o desagradable, o por haber sido objeto de provocación o injusticia. Y el apóstol se está dirigiendo a creyentes. Esto quiere decir que el cristiano no está a cubierto de los altibajos emocionales. Sin embargo, ello no le da licencia para pecar. Peca cuando reacciona violentamente contra la persona que Lo ha provocado, cuando la critica y la rebaja, cuando siente deseos de vengarse contra ella y cuando la trata a su vez injustamente. La mente del cristiano puede compararse con un campo de batalla, donde se desarrollan numerosos conflictos. Si pierde la batalla, los pensamientos no santificados y las actitudes impropias originarán comportamientos objetables que herirán al prójimo y desagradarán a Dios.



¿Qué hacer entonces?



Pues, seguir el consejo del apóstol Pablo: “No se ponga el sol sobre vuestro enojo”. Cuando predomina un espíritu perdonador, las ofensas no duran en la mente y por lo tanto dejan de alterar las emociones. Los agravios desaparecen y cede la presión emocional. Además, al poner en práctica esta enseñanza bíblica la persona cristiana, puede ejercer un profundo efecto terapéutico en su mente cuando el resentimiento contra otra persona se ha instalado en ella: “Soportándoos unos a otros y perdonándoos unos a otros si alguno tuviere queja contra otro. De la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros” (Colosenses 3:13).



¿De modo que hay que soportarse mutuamente y perdonarse?
Eso es infinitamente mejor que guardar resentimiento y deseos de venganza que enferman la mente y debilitan el cuerpo. Un cristiano maduro, con hábitos espirituales adecuados, puede hacer frente sin gran dificultad a las situaciones difíciles y frustraciones, sin que sus emociones se alteren y lo hagan pecar. Cuando nuestra manera de pensar ha cambiado, y nuestros pensamientos se encaminan por los cauces del pensamiento y la voluntad de Dios, y cuando nuestros hábitos cambian si permitimos ser dirigidos por la sabiduría divina, entonces las emociones se mantienen apacibles y la paz del espíritu se conserva inalterada.